Tala – Thomas Bernhard

imgres.jpgUna de las mejores maneras de conocer autores nuevos es seguirle la pista a las plumas que nos gustan y dejar que confiesen cuáles han sido sus influencias lectoras. Después de hacer este ejercicio, hay una serie de nombres que van a aparecer. Thomas Bernhard es uno de ellos. Un autor contemporáneo que para muchos es ineludible. Los entendidos dicen de él que entre sus rasgos como autor destaca el hecho de presentar siempre a un ser humano hermético que critica sin piedad todas las facetas del mundo en el que vive. Bernhard es, por tanto, un literato controvertido, que utiliza sus libros como modo de expresión, para poner en voz de sus personajes sus ideas acerca del arte, la literatura, la política y otra infinidad de temas. Nada escapa a la mirada aguda y cínica del vienés.

Aprendemos mucho cuando observamos desde atrás a personas que no saben que las observamos y a las que, tanto tiempo como es posible, observamos desde atrás y tanto tiempo como es posible en esa observación sin escrúpulos e infame no dirigimos la palabra, pensaba en mi sillón de orejas, cuando por añadidura podemos dominarnos para no dirigirles la palabra en absoluto, y tenemos la habilidad de darnos la vuelta sencillamente y alejarnos de ellas en el sentido más exacto de la palabra, lo mismo que yo entonces, al final de la Rotenturmstrasse y, por consiguiente, en la Schwedenplatz, tuve la habilidad y la astucia de darme la vuelta y alejarme de ellos.

Con semejante presentación, lo más lógico sería que una historia con estos ingredientes me resultase atractiva, pero ahí va mi confesión: no he podido disfrutar nada de este libro. Tala (1984) es una historia simple, la verdad sea dicha, pero se me ha hecho cuesta arriba acabarla. Me acerqué a esta primera novela llevada por la curiosidad de no haber leído nada del autor y por la sonoridad del título. Vaya, por un impulso como otro cualquiera, pero esta vez la jugada no me ha salido demasiado bien. No hace falta ser muy pródiga en palabras para hablar del argumento, si es que se le puede considerar como tal. Tala es una larga disertación de un personaje (alter ego de Bernhard, me atrevo a aventurar) que es invitado a una cena artística en casa de unos viejos conocidos el mismo día del entierro de una amistad común, hecho que aprovecha el protagonista para reflexionar y poner de vuleta y media el panorama artístico vienés.

Aunque entiendo qué tiene de especial la obra, no veo más que una crítica larga y tediosa (y quizá no falta de razón, me falta bagaje cultural para poder reconocerlo) de la vida teatral y por extensión, cultural, de la Viena de mediados de siglo. No es la falta total de situaciones diferentes ni tampoco el hecho de que en realidad en la novela no haya ningún acontecimiento que tenga relevancia para atrapar la atención lo que me ha llevado al rechazo. Creo que mi problema ha sido que no he conectado con el estilo de Bernhard. Tala, como ya he dicho, es una larga reflexión de un sólo personaje. Contada a modo de monólogo interior, recrea (a la perfección, eso sí), el funcionamiento del pensamiento humano al arrastrar sin modo coherente alguno las circunstancias pasadas, los recuerdos, los nombres…como si el personaje hablase consigo mismo en un bucle sin fin para ordenar sus ideas y vaciar sólo de pensamiento lo que opina de esa velada a la que asiste como mero espectador. La repetición hasta el hastío se me ha hecho cansina. Ese avanzar un paso de cada vez para remontarse al mismo punto de partida como en una eterna digresión en espiral no sólo me ha hecho la lectura más tediosa, sino también cargante. Y es que no hace avanzar mucho para darse cuenta de lo que se quiere contar, pero vuelve una y otra vez al mismo escenario, al mismo punto de la narración, incluso a la reiteración exasperante de los mismos nombres.

Reconozco que es muy original el hecho de plasmar a través de una divagación personal una crítica tan aguda y cínica del mundo artístico. Estoy acostumbrada a que las novelas escritas utilizando esta técnica sean más intimistas y personales, más psicológicas y cotidianas, por lo que ha sido una experiencia diferente ver cómo Bernhard lo utiliza para un propósito tan diferente. El lenguaje, además de redundante, es tremendamente simple. Es imposible no seguir el hilo de los pensamientos del personaje porque están plasmados con una sencillez pasmosa, con mucho carácter y sin circunloquios ni eufemismos. Y en cambio, no sabemos nada de él, es como un demiurgo que preside la escena y que la analiza y destroza a su antojo sin que en realidad desvele cuál es su conexión con aquello que critica con tanta ferocidad.

En la Sebastiansplatz descubrí no sólo la admiración, sin también, al mismo tiempo, el desprecio por los hombres y la sociedad humana, pensaba, una inmensa felicidad por su causa, pero también, al mismo tiempo, el honor, por decirlo así, en relación con aquellos hombres y, en general, con todos. El poder y el desamparo de los artistas y de los hombres en general me resultaron claros por primera vez en la Sebastiansplatz, como si en la Sebastiansplatz hubiera podido levantarla niebla impenetrable que hasta entonces había cubierto la llamada sociedad artística, pensaba.

No deja de ser irónico que un autor tan venerado y que ya en vida tuvo esa vena excéntrica de querer considerado un artista tenga la osadía de hacer una obra tan demoledora respecto a la élite artística vienesa a la que retrata sin miramientos como emponzoñada, arrivista, pagada de sí misma y por lo tanto, amoral y mediocre. Thomas Bernhard parece querer presentarnos al desnudo la falsedad y lo estúpido del mundo del arte, representado en Tala a través de actores, escritores y músicos invitados a una velada cultural en la que los anfitriones (que no son más que unos snobs cuya influencia decide qué es o no lo que está de moda y lo que tiene la suficiente calidad para ser considerado como digno de encomio).

Para los mortales comunes y corrientes que somos la mayoría, el mundo del arte y de la farándula nos parece un territorio ajeno e hipócrita en el que en demasiadas ocasiones parece valer más el postureo y el saber venderse que el valor real de determinada obra o proyecto cultural. La capitalización y cosificación del arte en productos redondos que se pueden vender al mejor postor no ayuda para nada a esta idea. Bernhard lo deja claro en esta obra, sin tapujos ni pelos en la lengua, eso hay que reconocerlo, pero donde a mí no me convence es en el estilo. No será lo último que lea de Bernhard, pero en mi siguiente incursión ya no me pillará tan de sorpresa una pluma tan particular en su modo de narrar.

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