Yo maldigo el río del tiempo – Per Petterson

imgresDice Richard Ford que «Per Petterson está dotado de la genialidad de los grandes escritores». Difícil eludir una pluma así cuando viene recomendada nada más y nada menos que por el norteamericano. No sé a qué se referirá Ford cuando habla de genialidad, pero lo cierto es que Yo maldigo el río del tiempo (2008) es una de esas novelas que no dejan indiferente, que se incrustan en la mente del lector y que se paladea incluso semanas después de haberla terminado.

Tres años antes habían enterrado a su padre (siempre fue un hombre irritable e impaciente) en el cementerio que rodeaba la iglesia de Fladstrand, que lindaba con el hermoso parque de Plantagen con el que el camposanto compartía los árboles, compartía las hayas, los fresnos y los arces, en la misma tumba en la que dos años antes se había dejado sepultar casi voluntariamente su madre, una mujer inocente y aturdida, la misma en la que llevaba treinta y cinco años reposando su hermano, atónito y en contra de sus deseos al cabo de una vida que se le había quedado muy corta.

La novela arranca cuando Arvid, un joven noruego, descubre que su madre tiene cáncer y se decide a seguirla en un viaje a Dinamarca, su país de origen. Pero en ningún momento sabemos si una decisión tan repentina se debe al remordimiento, al amor o a la simple necesidad de establecer un contacto humano en un momento en que su vida se desmorona. Lo que percibimos en torno a Arvid no es más que un profundo desaliento, un sentimiento de congoja ante la crisis que está atravesando: su matrimonio se derrumba, su madre se muere y ha caído el Muro de Berlín, un acontecimiento que lo cambia todo para un comunista «convencido» como él. Yo maldigo el río del tiempo nos habla de lo difíciles que son las relaciones entre los seres humanos, de todos los silencios que esconden decepciones, de todos esos sueños que se quedaron en el tintero y que se congelaron en el transcurso de la vida.

La relación, o más bien la falta de ella, entre el protagonista y su progenitora puede decirse que es el núcleo de esta historia, pero que nadie se espere una lectura plagada de diálogos hirientes entre madre e hijo en el que se desplieguen las razones de esa frialdad o de reproches mutuos. Más bien todo lo contrario. En el protagonista se percibe la necesidad de entender por qué su madre no lo acepta y por qué parece siempre sentirse decepcionada, pero ese es un punto que no va a desembocar en nada. De hecho, nada en la novela fluye hacia una resolución, sólo se adentra al lector en una reconstrucción de los sinsabores de la vida de un hombre, bastante insulso y sin características dignas de mención: un hombre absolutamente normal, un cualquiera. Y se deja abierta a la intuición del lector el dar nombre a los sentimientos que hay en el libro: la incomprensión, la decepción, el dolor, la ira, la soledad…

Debido al ritmo lento y a la falta de acciones hay quien pueda calificar este libro como aburrido e intrascendente y no faltaría a la verdad, porque es verdad que en este libro no pasa absolutamente nada, de hecho termina peor de lo que empieza, dejándole al lector la sensación de que está inconcluso, de que faltan partes. Pero para mí este es el gran acierto precisamente de la novela, el hecho de que los conflictos que se planteen no tengan una resolución exacta e inmediata, ya sea buena o mala. Lo cierto es que Yo maldigo el río del tiempo no es más que una gran digresión dentro de una digresión.

Pero en junio de 1989 solo nos resultaba extraño, y un poco triste. Hacía diez años que no veía a la mayoría de quienes estaban allí conmigo todos habían envejecido y algunos tenían finas franjas grises en las sienes, ya no nos quedaban más eslóganes que gritar y el aire se quedó tan vacío como cuando llegamos, y abandoné mi sitio en la acera frente a la embajada china en compañía de la mujer que había sido mi vida durante quince años, pero que ya no lo iba a ser más.

Y ahora es hora de hablar del estilo de este nórdico. Magistral la forma en la que Per Petterson domina el ritmo de la historia a través de flashbacks que nos van presentando al protagonista en diferentes momentos de su vida. Estas digresiones aportan dimensión a la historia, pero no ejercen una función explicativa. Al ser recuerdos del protagonista vienen a enfatizar su crisis actual, pero no son una forma de comprensión de su situación. Es la vida traída al presente, con todo su desorden, pero también con toda su sutileza. El autor mima el lenguaje que utiliza. Sin ser preciosista, Yo maldigo el río del tiempo ofrece algunas imágenes de gran belleza, más si cabe cuando lo que se narra es de una simpleza y una normalidad asombrosas. Arvid es completamente humano, tanto que sabemos en cada momento qué es lo que lee, lo que come, el frío que tiene o las calles por las que pasa. Per Petterson escribe muy bien y domina en cada momento las sensaciones que quiere trasladar al lector, pero sin convertirlo en protagonista de sus historias.

La edición de Debolsillo es tan manejable que parece que la lectura también va a serlo, pero que nadie se engañe, esta es una historia que deja poso, que hay que saborear de a poquito y a la que la mente vuelve una y otra vez en parte porque sorprende la intrascendencia del argumento, pero sobre todo porque está narrada con una elegancia y una exactitud que tras su lectura no podemos más que darle la razón a Richard Ford.

Yo quería ser un sin ley como lo era mi madre y como lo era mi hermano, estar con ellos y compartir su dolor y vagar furtivamente por calles oscuras en busca de un nuevo arraigo, preferiblemente por la noche. Quería abrir la puerta a los desconocidos ocultándome tras una máscara como la de el Zorro, precisamente porque no me resultaba natural, todo aquello que ellos dos compartían, a mí me daba miedo. Así que con el paso de los años fui convirtiéndome en un llanero solitario en busca de tierras movedizas, y me aferré a mi madre, por ella hice deporte, por ella hice teatro, le arranqué carcajadas a la fuerza con chistes malos en los que la gracia se perdía en un caos lingüístico. Tan pronto como abrí la boca salieron las frases a trancas y barrancas, a una velocidad inaudita hasta entonces, para atarla a mí dejé los pañales más tarde que otros niños, sabía deletrear antes de dejar los pañales. Pero hiciera lo que hiciese, me parecía a mi padre.

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